RELATOS IMAGINARIOS
DE SANTA INÉS DE BARINAS A SAN CARLOS DE AUSTRIA
El 15 de enero de 1860 un jinete sobre un brioso castaño frontino, patas blancas, trocha roquedales, escalando las serranías de Ospino con rumbo hacia el vecino estado Lara. Va armado de doble canana, cruzada sobre el pecho, un machete al cinto y un Máuser en la cañonera de la silla, además de una afilada lanza. Bajo el trajinado sombrero alón luce el rostro de rasgos aborígenes: escasa barba de meses, mirada de águila al acecho, dando muestras de cansancio, sed y hambre. Va huyendo de las huestes de las cuales desertó hace cinco días en San Carlos de Austria, luego del magnicidio que puso fin a la vida azarosa de Ezequiel Zamora “El General del Pueblo Soberano”. “CUNAGUARO”, así es como llaman a este fugitivo. Hasta hace pocos días conformó, junto con “Caimán”, “Perro”, “Pantera”, “Onza”, “Tigre” y “León”, las siete fieras del Estado Mayor del comandante Martín Espinoza, indio rebelde, nativo del caserío Río Viejo del cantón de Guanarito, provincia de Barinas.
Eran los preludios de la Guerra Federal, cuyos focos en el llano comenzaron con la rebelión indígena de Guanarito, teniendo como protagonistas al cacique Regino Zulbarán, mejor conocido como “Indio Zulbarán”, o “El Indio Blanco”, un catire de ojos azules, a pesar de sus rasgos aborígenes; y Martín Espinoza, lugarteniente de Zulbarán. Martín era de contextura fuerte, mediana estatura, imponente y de mal carácter, a quien los godos, no sólo le quemaron su rancho, sino que también le mataron la familia, después de violarle la esposa y las hijas. Desde ese momento juró venganza contra todo el que tuviera piel blanca y ojos claros. Por esta razón hasta su jefe inmediato Regino Zulbarán le tenía ojeriza y cierto temor.
Después que conformaron la legión de los indios de Guanarito y arrasaron este pueblo, pensando en botines de guerra, se incorporaron al ejército de Ezequiel Zamora, un patizambo maluco, bigotudo, pálido, de nariz aguileña y azul mirada de gavilán. A pesar de su valentía, al conocer a Martín, Ezequiel lo vio con desconfianza, y desde entonces nunca lo perdió de vista, pues hasta un espía secreto le designó en su propio Estado Mayor.
El tal Zamora no era el intelectual ideologizado por ideas liberales que pintan algunos historiadores. Era un caudillo más, sedicioso y ambicioso de poder. Otro más que se alzó contra el Partido Conservador que ostentaba el poder para aquel momento. De manera que aquel caudillaje, sin excepción, disperso por toda la geografía venezolana se amparó bajo la sombra de las banderas amarillas del Partido Liberal y de la consigna ¡Oligarcas, temblad! “Tierra y hombres libres”. La Guerra Federal fue un capricho genocida que en cinco años exterminó más vidas humanas y causó más ruinas económicas que la de Independencia, que duró más de diez.
Otros elementos que alimentaron esta locura, fueron la desgracia y la pobreza extrema de los campesinos, despojados de sus tierras. Esto dio pie para que los hombres laboriosos del campo le cambiaran el oficio a sus machetes, apartándolos de los labrantíos y colocándolos al servicio del crimen y la sedición que eran los objetivos que subyacían en la causa revolucionaria de Ezequiel Zamora, el mentado “General del Pueblo Soberano”.
“Cunaguaro” lo llamaron desde pequeño. Hasta él mismo ignoraba su nombre de pila. Era vecino del rancho de Martín Espinoza en Río Viejo. Siempre anduvieron juntos desde la infancia, como dos camaradas, juntos navegaban el río Guanare y compartían el fruto de la pesca. Juntos disfrutaban los tragos de aguardiente y juntos andaban en un viaje a Guerrilandia el día que los godos asaltaron, violaron y quemaron el hogar de Martín; y juntos también mataron el primer hombre en Guanarito. Una vez que lo vieron se les metió la idea de que aquel catire que vestía una guerrera del uniforme de los conservadores era uno de los supuestos culpables de la tragedia de Martín. Después que le fingieron amistad, entre ambos lo embriagaron y lo sentenciaron a muerte en nombre de la Federación. Antes de ejecutarlo Martín lo despojó de un valioso anillo de oro con un zafir. Luego lo colgaron de la rama de un guamo, a orillas del río. Después de muerto Martín ordenó a “Cunaguaro” bajarlo, desnudarlo y cortarle pene y testículos, se los sujetaron de los pies junto a un letrero, y lo volvieron a colgar. El pérfido mensaje decía: “Así terminan los enemigos de Martín Espinoza”. Desde entonces cobró fama la condición de esbirro, tanto de Martín como de “Cunaguaro”. A partir de ese infausto momento, en el dedo medio de la mano izquierda de Martín brillaría el zafir del anillo de oro bajo los soles del llano, sin quitárselo más hasta el día en que lo fusilaron. Martín, el indio de Río Viejo estaba hecho para las hazañas y las fechorías en nombre de la revolución. Una vez el General Zamora le preguntó: -Espinoza, ¿dónde obtuvo usted ese anillo de oro tan costoso?... ¿Por qué no me lo vende? Y le respondió el indio: -No, mi General. Ese es un botín de guerra muy preciao pa mí. Muchas gracias. Zamora bien pudo decomisárselo, sin embargo le respetó la justificación del origen de aquella valiosa prenda.
La primera aparición de “Cunaguaro” en combate fue en julio de 1858, cuando se alzó Zulbarán, y detrás de éste su amigo y jefe Martín Espinoza. La legión la conformaban puros indios, oriundos de Río Viejo y de Sabana Seca, arengando consignas como: “Viva la Federación”, “La tierra es de todos”, “patria o muerte” y “Horror a la oligarquía”. La primera operación bélica fue la sonada “Batalla de Trapichito”, un arrasamiento con llamas, machetazos, tiros y lanzazos en una hacienda que llevaba este nombre, entre Guanarito y Sabana Seca. Ese día “Cunaguaro” se dio cuenta de su habilidad natural para ejecutar un fusil. Sin haber disparado nunca antes uno, en esa refriega había liquidado él solo a catorce personas, a larga distancia, además de cinco pescuezos, volados a machetazos a cinco humanos que se le arrodillaron implorándole clemencia. -¡Nojoda, guerra es guerra! Decía “Cunaguaro” mientras soltaba sonoras carcajadas, entre marrones escupitajos de tabaco masticado.
Un día cualquiera se sintió “Cunaguaro” un soldado importante, ya enrolado en las huestes de Zamora. Allí conoció a los otros seis sanguinarios con los que formarían los siete temibles hombres del Estado Mayor de Martín Espinoza: “Caimán”, “Perro”, “Pantera”, “Onza”, “Tigre” y “León”. “Caimán” era un llanero de agua, bueno para nadar, zambullir y aparecer a flor de agua con un caimán enlazado en alguna solapa. “Perro” y “Pantera” eran y hombres de cacería, expertos lanceros, capaces de proveer a la tropa con carne de bichos de monte, mientras que “Onza”, “Tigre” y “León”, además de diestros macheteros eran, junto a “Cunaguaro”, los tres de mayor confianza de Martín Espinoza. Eran los administradores del pertrecho y los primeros en atacar a la hora de un asalto. ¡Y cómo asaltaban y asesinaban en nombre de la revolución!
Después que alcanzó jerarquías en la legión de Zamora, Martín no quiso someterse a las órdenes del indio Zulbarán, y formó tienda aparte con sus huestes, no menos incendiarias y sanguinarias que las de sus superiores. Tanta fue la fama de esbirro que aquilató Martín, que se convirtió en un turbio problema para la causa de la Federación. Asimismo, Zamora, como todos los caudillos populistas de Venezuela cogió la manía de compararse con Bolívar Libertador, y entonces, en sus delirios contrastaba a Martín Espinoza con el impertérrito general Manuel Piar, tan sólo buscando un motivo para llevarlo al paredón.
El “Indio Zulbarán”, desplazado en el ejército zamorano por la calidad y el arrojo guerreros de Espinoza se sintió celoso y comenzó a advertir al jefe supremo sobre los peligros del sedicioso de Río Viejo. Otros alabarderos como el “Brujo-Edecán”, de manera adulona le advertía al mostachoso caudillo: “Cuídese de Martín Espinoza, mi general. Ese animal lo mira a usté con rabia. El otro día lo escuché diciendo que usté es otro godo que merece el filo de un machete en el pescuezo, que una bala quiqué es muy cara pa gastala en usté”.
Eran constantes las quejas que llegaban a Zamora de asaltos, robos y crímenes que, en nombre de la causa Federal y en su nombre propio, cometían estos demonios que no conocían miedo ni escrúpulo alguno. Cada vez que cometían una fechoría, socarronamente gritaban en coro las consignas del ejército zamorano: ¡Oligarcas, temblad! “Tierra y hombres libres”. En una de esas andanzas, cuando devastaron a plomo, machete y candela una pequeña fundación cerca de Dolores, un machetazo que lanzó “Onza” a una marrana lechona que escapaba de la cocina, se lo clavó en pleno talón derecho a su jefe, y esto lo dejó impedido de sostenerse en pie. Después de detenerle la hemorragia, en brazos de amigos lo subieron a caballo hasta Santa Inés, a donde los había mandado a llamar el general, pues se aproximaba un desenlace importante para la causa federalista. Ese día del asalto en Dolores “Cunaguaro” disfrutó de su puntería, cuando un zagaletón quiso escaparse a caballo en violento galope, y lo bajó de un tiro cuando iba entrando a un mogote, a más de cien metros. ¡La bala le dentró en el mero cogote! ¡Je, je! Decía el bárbaro lanzando un escupitajo de tabaco masticado.
Tanto y tanto fue el cántaro al río hasta que se quebró. Se cansó Zamora de las quejas que le llegaban del susodicho asaltante. El 9 de diciembre de 1859 en Santa Inés de Barinas amaneció el día más radiante que nunca. La brisa sabanera traía olores de campanillas navideñas, estoracales recién florecidos, y los dragos desgranaban sus últimos oros sobre la tierra llanera. Mientras el Estado Mayor del “General del Pueblo Soberano” preparaba los últimos detalles para la gran batalla, éste, caviloso, se atusaba el enorme bigote y su añil mirada gavilanesca se perdía en el horizonte. Estaba sentado sobre las raíces del descomunal samán cuyas ramas cobijaban todo el perímetro de la plaza mayor. ¡Histórico samán, inmortalizado por las plumas de los mejores cronistas de Venezuela!
De ipso facto se levantó, mascullando a solas: “la culebra se mata por la cabeza”, y llamó a uno de sus edecanes, ordenándole traerle su caballo, montó, picó los ijares y se presentó en el rancho donde convalecía Martín, entre fiebres y espasmos del machetazo, casi a punto de tétano. Zamora, a pesar de verlo imposibilitado de cabalgar, le ordenó, mientras le miraba con ambición el anillo de oro con el zafir en el dedo medio de la mano izquierda: “Espinoza. Necesito que se vaya con sus hombres a Guanare, para que dé punto de apoyo al avance de nuestro ejército, porque pronto avanzaremos hacia Caracas”. El indio, viéndose impedido de cabalgar, ordenó a su hombre de más confianza, en presencia de Zamora: “Cunaguaro, llame a nuestros hombres pa que se cumpla la orden de mi general Ezequiel Zamora. Yo estoy impedío de montá a caballo. Usté me perdona, mi general, pero enfermo no puedo. En otra ocasión cumpliré su orden al pie de la letra”´.
Fue entonces cuando dijo Zamora: “Está bien, Martín. Váyanse todos, menos “Cunaguaro”, para que lo asista a usted, Espinoza, mientras se recupera”. A la media hora de haberse marchado la legión del herido, lo mandó a traer a la plaza mayor. Había improvisado un Consejo de Guerra para condenarlo a muerte, sin apelación, por los delitos de rebeldía, indisciplina y carencia de moral revolucionaria. A la una de la tarde fue traído a rastras el sedicioso de Río Viejo. Dijo Zamora: “Una sola bala es suficiente para fusilar a un traidor. Llévenlo al pie del samán para la ejecución.
-“Cunaguaro”, le ordeno que cargue su fusil y sea usted, el mejor fusilero del ejército, quien cumpla la ejecución”.
El aludido no pudo negarse, pues de contrariar tan severa orden correría la misma suerte de su jefe inculpado. Con lágrimas de hombre apareció entre la soldadesca. Cargó su fusil y esperó la orden. Un viejo cura apareció y pidió permiso a Zamora para confesar al sentenciado, quien contestó no tener nada de qué arrepentirse que no fuera la mala hora en que siguió a Regino Zulbarán para ponerse a la orden de los mismos godos que violaron y asesinaron a su esposa e hijas.
Pensando en la ambición de Zamora por su valiosa joya , se despojó de su anillo de oro y lo lanzó hacia el pajonal, y sin inmutarse ni permitir que le vendaran los ojos, esperó la orden que el mismo Zamora, espada en mano, dio: ¡Preparado. Apunte. Fuego! El sonoro y certero disparo de “Cunaguaro” se incrustó en la frente del indio rebelde que sin mueca de dolor quedó mirando hacia el frondoso ramaje de aquel enorme samán que históricamente, fue testigo de un fusilamiento insólito, pues el hombre de confianza del ejecutado fue quien tuvo la desdicha de ponerle fin a su tortuosa existencia. Aquella tarde “Cunaguaro” lloró a solas su perra suerte, mientras en silencio juró vengar la muerte de su jefe, de su aliado, de su amigo de siempre.
El día siguiente, 10 de diciembre de 1859, a las tres de la madrugada sonó la diana. Se aproximaba el feroz combate que daría renombre a Ezequiel Zamora y a la Federación. Fue un apoteósico acometimiento en el que los Ejércitos Federales se llenaron de gloria. Los godos oligarcas mordieron el polvo, sonaron los clarines anunciando la victoria definitiva…
“Aviva la candela
el viento barinés
y el sol de la victoria
alumbra en Santa Inés.
¡Oligarcas, temblad,
viva la libertad!”
Ese día, con el despecho en el alma y el remordimiento en el corazón “Cunaguaro” usó su fusil sin control, matando liberales y godos por igual. Todavía no había agotado el odio y las lágrimas de arrepentimiento por haber tenido que ser él, precisamente, el seleccionado para fusilar a su amigo. “Con razón no quiso que yo me fuera con los otros guerreros pa Guanare” –decía mascullando su rabia- A pesar de su dolor, fingió compartir la victoria, pero se decía a sí mismo, en silencio: “el día e pagá, nadie es tramposo. Yo vengaré la sangre que derramé a Martín Espinoza, carajo”.
Aquellas navidades fueron las más amargas para “Cunaguaro”. Ni siquiera el retorno de sus amigos: “Caimán”, “Perro”, “Pantera”, “Onza”, “Tigre” y “León” logró revivir su alegría. Ya no había nada qué asaltar ni a quién matar por placer. Así llegó el día de Reyes de 1959. “Los héroes de Santa Inés” se preparaban para el avance hacia Caracas a tomar el poder.
Partieron una madrugada de Santa Inés y con el atardecer estaban llegando a san Nicolás, jurisdicción de Guanare. Esa noche los vencedores, junto a su héroe serían objeto de un gran homenaje con terneras, aguardiente y música de bandola, cuatro y maracas. “Cunaguaro” andaba atento a todo. Vio a Zamora bailar con una catirita de catorce años, percibiendo que los padres de la niña, cabrones, adulantes y ambiciosos, se la ofrecían al “General del Pueblo Soberano”. Esa noche vio la habitación donde durmió el guerrero, sin ninguna custodia, fácil presa para una fiera.
Al día siguiente, con el atardecer, acamparon en Guanare. Zamora andaba paranoico y ordenó que el fusilero “Cunaguaro” fuera apostado en el campanario del templo para que vigilara cualquier intento de magnicidio en medio de la aclamación popular. “Cunaguaro” trepó con facilidad el campanario con su fusil y con el pecho adornado de una doble canana. No se le quitaba la impresión de haber fusilado a Martín Espinoza, y continuaba con su soliloquio: “el día e pagá, nadie es tramposo. Yo vengaré la sangre que derramé a Martín Espinoza, carajo”.
Amanecía el 10 de enero de 1860 cuando en San Carlos de Austria, el general ordenó tañer las dianas en señal de los preliminares al posible ataque de los godos. Era el aniversario de un mes de la gloriosa gesta de Santa Inés. Una pésima y estridente pieza oratoria del general arrancó arengas en la multitud: ¡Vivan los héroes de Santa Inés!... ¡Viva el general Ezequiel Zamora… viva la Federación! Inmediatamente surgió el coro interpretando el glorioso Himno de la Federación:
“El cielo encapotado
Anuncia tempestad…
¡Oligarcas, temblad,
viva la libertad!”.
En medio de aquel barullo se perdió el fusilero “Cunaguaro”. Mientras las emociones cundían la multitud bulliciosa y la soldadesca se confundía con el pueblo, “Cunaguaro” trepó con facilidad el campanario del templo de San Carlos, con su Máuser y con el pecho adornado de una doble canana. En ese momento Zamora fue llamado para un brindis, a una casa vecina de donde se hallaba despachando. Desde el campanario, el resentido soldado “Cunaguaro” apuntó con la misma puntería que utilizó para fusilar a Martín Espinoza hacia el sombrero hongo donde asomaba la visera del quepis que cubría la gloriosa cabeza del “General del Pueblo Soberano”… ¡bang! … un solo disparo acabó con “La Gloria de Santa Inés”, mientras mascullaba: “Muerto el perro se acabó la rabia”, como dijo él mismo cuando me mandó a fusilá a mi vale Martín: “Una sola bala es suficiente para fusilar a un traidor”.
En medio del bullicio nadie supo de dónde había salido la bala. Todo el mundo se volcó hacia el lugar donde había caído el cuerpo de Ezequiel Zamora Correa. De “Cunaguaro” nunca más se supo nada. Nadie lo echó de menos. Nadie sabe que él había sentenciado al verdugo que lo hizo fusilar a su jefe: “el día e pagá, nadie es tramposo. Ya vengué la sangre que derramé, sin querer, a Martín Espinoza, carajo”. ¡Misión Cumplida, Cunaguaro!
Ahora cabalga solo, huyendo hasta de su propia sombra. En su soliloquio dice: “será que se cumple en mí la sentencia de que el que a jierro mata, a jierro muere, y con qué gusto moriría, después de matá el perro pa que se acabara la rabia… ojalá Dios me dé licencia pa di a buscá en el pajonal de Santa Inés el anillo de mi vale Martín”…
El sol larense reverbera sobre la serranía, y entre cujíes y cardones se borra la silueta del prófugo jinete… el mejor fusilero del ejercito los “Vencedores de Santa Inés”… el célebre “Cunaguaro”… él mismo, todavía ignora su nombre de pila.
Yorman Tovar
La Colonia-Guanare, 10 de diciembre de 2016
9: 45 P.M.
(A 256º aniversario de la necesaria muerte de Ezequiel Zamora)
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