DISCURSO DE ORDEN PRONUNCIADO POR EL PROFESOR JOSE SANTOS URRIOLA, EL DIA 16 DE ENERO DE 1992,
EN LA SESION ESPECIAL CON QUE LA ACADEMIA NACIONAL DE LA HISTORIA CONMEMORO LOS CUATROCIENTOS AÑOS DE LA FUNDACION DE GUANARE
Atendiendo al generoso mandato de la Academia Nacional de la Historia, ocupo la tribuna con motivo de la conmemoración de los cuatrocientos años de la fundación de Guanare. Otros de mis coterráneos, con mayor lucimiento que yo, han podido asumir tan honroso compromiso. Y si he atendido, tras muchas vacilaciones, la designación con que me honra esta ilustre Corporación, lo hago con plena conciencia de mis limitaciones, porque me obliga la magnanimidad de los señores académicos, por amor a mi ciudad nativa y porque mis paisanos hubieran visto, en la negación a aceptar el honor que me confiere la Academia, un desacato a la fidelidad del guanareño por su tierra. De cualquier modo, y sin dudas, por razones del corazón. Así quienes me escuchan extremarán su benevolencia frente a la parquedad de los talentos que el Señor --en su infinta sabiduría- tuvo a bien concederme. Disimularán las torpezas e inexactitudes de un neófito en saberes históricos. Excusarán la efusión del sentimiento, a falta del rigor científico en esta exposición.
Porque no sería yo quien viniera a presumir de docto ante los guardianes de la memoria nacional, de las advertencias y avisos que de ella se desprenden para el presente y el futuro de los venezolanos. Hablaré entonces del Guanare que me consta, a través de la propia experiencia y de la tradición familiar --que el pueblo de mi niñez y mi adolescencia, se conformaba, prácticamente, en los términos de una sola familia-. Pero lo demás, poco tendré que decir sobre Guanare, después de tres discursos de tanta monta como los pronunciados por Alexis Márquez Rodríguez, en el Concejo de Caracas; Cipriano Heredia Angulo, en el Congreso Nacional; y Pedro José Urriola Muñoz, en la propia ciudad del Espíritu Santo del Valle de San Juan de Guanare, dentro de los actos centrales del Cuatricentenario.
Por lo demás, la mayor parte -si no la totalidad- de lo que ahora diré aquí lo he compartido antes con mis paisanos, que para ellos escribo con, quizás, abusiva frecuencia. Más aún, incurro en la inmodestia de pretender representarlos, de algún modo. Para ello, sólo cuento con el común sentimiento de lealtad al terruño. Con la pureza de la intención y con el ánimo puesto en el dicho de que el llanero es del tamaño del compromiso que tiene por delante. Esto, simplemente para buscarme consuelo, empinándome, hasta donde sea posible, sobre mi propia cortapisa intelectual, en honor a las mujeres y los hombres de Guanare. Aunque, en el fondo de mi intimidad cobre certidumbre una ancestral advertencia: ni yo mismo me arriendo las ganancias.
Ahora, aun así, quedaría mucho todavía, al adentrarnos en la dimensión del afecto. En ese algo que, de algún modo, revive la emoción de la infancia, anochecer del sábado -afuera, se encendían las luces de la plaza Bolívar-, frente a la custodia de la Virgen de Coromoto. Y, a partir de allí, muy de paso y con la prudencia de quien se aventura por el cercado ajeno, suscribiría yo una tesis que, a estas alturas, nada tiene de novedosa ni original. Y no lo hago para justificar mis erratas e invenciones. Sino por esa especie de tentación a que todos cedemos, alguna vez, de ratificar con cierta solemnidad nuestras opiniones -aun sin fundamentos de ciencias- en el coloquio familiar.
Así, pues, me acojo a la ya usual afirmación de que la sustancia de un pueblo no se agota en los papeles de archivo. Y que, al contrario, se expande por las fantasmagorías, las ilusiones y los espejismos del común. No pocas de las historias oficiales, tan cuidadosas de las apariencias, frecuentemente se revisten de ellas, para encubrir lo que, al desnudo, resultaría pura ficción. Y, porque suena a lugar común casi tronitoso, podríamos ahorrarnos la repetición de aquello de que muchas de las más desaforadas fabulaciones se sustentan, a menudo, en lo incontrovertiblemente histórico. La cuestión, entonces, exigirá el ejercicio de la inteligencia. Separar el grano de la paja, cuando sea estrictamente necesario. Y cuando no, admitir la hermosura de la espiga, sin deshacer su integridad. De tal manera, se articularían la insoslayable puntualidad del historiador y las creaciones de la imaginación popular, en un animoso y fructífero intento de entender el complejo social. Y desde esa perspectiva, la presencia de nuestros fantasmas familiares -el Silbón, la Llorona, el Chivato ... - se explicaría, en su momento -medio siglo atrás, un puñito de casas entre la noche y la soledad dal llano-, por la ausencia de alumbrado eléctrico. De ahí, la casera teoría de la electrocutación de esos fantasmas -hoy en día, bien dudosa, cuando los niños se aterrorizaban con los espectros importados por la televisión.
Pero mal andaría quien no se detuviera en la eficacia poética de nuestras narraciones de aparecidos y espantos, para tocar un extremo la tradición oral. Pues bastaría con rastrear en los orígenes hispanos, indígenas y negros de esas fábulas, indisolubles, en su hora y punto, de la realidad cotidiana; tangibles casi como la cruz del Cerro del Calvario o la plazoleta del mercado viejo, al sol del mediodía. Porque habría también que contemplarlas en sí mismas. Como objetos de arte. Como productos de una platería verbal de generaciones de artistas cuyos nombres se quedaron fuera de los tratados de literatura. Como construcciones del espíritu -los raigales miedos del hombre y sus conjuros-, en que, de algún modo, se integran signos fundamentales del alma colectiva. Así, no tengo el menor empacho en afirmar que muchas de esas fabulaciones se revelan, a mis ojos, con tanta poesía como las mejores leyendas del romanticismo.
De tal forma, no me siento capaz de hablar sobre Guanare sin ubicarme dentro de lo que, paradójicamente, pudiera definirse en términos de una amorosa objetividad. No hablaré de Guanare sin emoción. Pero no falsearé las cosas para acomodarlas al sentimiento de don Jorge Manrique, de que "cualquier tiempo pasado/ fue mejor ... ". No caeré en lo que García Márquez llamase "la trampa de la nostalgia". No retocaré mis evocaciones para decorar postales de consabida añoranza. Lo cual tampoco significa que me regodee en el llanto por nuestros antiguos males. Porque, dada mi condición de guanareño, respondo a la obligación de la esperanza. Por eso mismo, estoy aquí, señores y señoras. Y desde aquí, vuelvo la vista a mi tierra. El Estado de Portuguesa tiene forma de corazón. Está donde la serranía, trocada ya en colinas, se desmaya femenilmente en el pecho del Llano. O donde la llanura se yergue para abrazarse a los Andes. Un problema de geografía romántica, pues. Tierra de ríos, como una íntima Mesopotamia. En el mapa se entrecruzan decenas de venillas azules, casi cantarinas. Por entre esa maraña fluvial, llegó, hace cuatro siglos un capitán portugués -abuelo de Bolívar- merecedor de un canto de Os Lusíadas. Se llamaba Juan Fernández de León y estaba destinado a fundar la Ciudad del Espíritu Santo del Valle de San Juan de Guanaguanare. Había cruzado leguas y leguas de caimánes, jaguares e indios bravos. Montañas interminables, verdes, ocres, grises, pardas ... Una tras otra. Leguas de selvas y llanuras, de acechanzas, ponzoñozas, sudores, pus, malos sueños y añoranzas, bajo el zumbar de insectos grandes como pájaros; en espera del silbido de la flecha emplumada, mientras el eco multiplica los rugidos del puma. Y más allá, el terrífico metal de los caribes, la raya, el temblador, el chaparral en llamas. Pero, como en la tragedia antigua, algún dios terrible exigía mayores sacrificios. Y en las revueltas aguas del Temerí -o río de los Estribos- pereció una mujer lusitana. Nada sabemos de ella. Debió de ser como Santa Isabel de Portugal, que daba rosas y monedas a los pobres. Y algo de encantamiento hubo en su muerte. El río verdugo comenzó a llamarse el Río de la Portuguesa. Y el nombre se extendió por la comarca con su suavísimo aroma de milagro.
Allí, Guanare que alcanza cuatrocientos años de historia venezolana, con sus luces y sombras, bajo el vibrante sol del Llano. Y es la historia que, de pronto, se hace maravilla, cuando la Virgen ilumina la choza del cacique Coromoto. Adquiere acento plutarquiano en la voz de José Vicente de Unda, sacerdote y repúblico, el 4 de julio de 1811, cuando, por última vez, razona ante Dios y sí mismo, su voto a favor de la independencia. Se mantiene límpida, como un aire de la montaña sobre el Llano, en el corazón de la gente brava, humilde y noble de mi pueblo.
Allí, al pie de la última estribación de la cordillera, donde arranca la llanura, está Guanare con su sencilla gravedad de viejo pueblo criollo. Aquí las piedtas y los caminos, los muros, los ladtillos, los árboles, los cauces -diría que aun las nubes- tienen su historia y su leyenda. Cada cosa está allí en memoria -presente u olvidada- de algo que, gústenos o no, viene a tocarnos muy de cerca. Angustias, crueldades, amores, injusticias, fe, desesperanzas, tozudez, debilidad, ternuras de millares y millares de hombres y mujeres. Los indios despojados de lo suyo, en el cerro y la sabana. Los que huyen hacia los pajonales del sur, ululantes como perros heridos y terminan, los más los huesos al aire, bajo la reveroniana luz de los esteros. Los otros que no lograron escapar y fueron ejemplarmente ejecutados, como lo aconseja la justicia de Su Majestad Católica, para llevar el saludable temor y el bien mandado sosiego al corazón de los súbditos de esta parte del mundo. Y junto a eso, innegable, el conquistador que se aquieta. La sed, la calentura y la hamaca. Un día, la convalencia, la sonrisa del maíz y la del hijo mestizo.
Sobra la tierra aquí. Guanare es apenas unas cuantas callecitas angostas y empedradas, la torre de la iglesia y un puñado de casas, en la mitad del desierto. Sobra la tierra, jugosa de verdura, donde pace el ganado andaluz de largos cuernos. Sobra la tierra para ir con los rebaños, si arrecia la sequía, hasta el mismo Apure. Y sin embargo, de cuando en cuando, se anima la municipalidad con un pleito de límites. Un señor reivindica sus confusos derechos sobre un par de leguas de bosques y praderas que ocupa otro señor, con títulos inciertos. Se alborota el cotarro. Salen a danzar por los empedrados historias de familias que todo el mundo sabe. No falta el pescozón a la salida de misa, el garrotazo aleve y hasta el rezongo de una espada, más óxido que filo. Todo se extingue, al fin y al cabo, en el sedante amarillear de papeles del juzgado español. Lo que no impide, por cierto, la resurrección del litigio, cuando algún leguleyo, medio hambreado, vuelve a menear la causa.
Siglos de avemarías, temblores de tierra, muertos, aparecidos, procesiones, hierras de ganados, conjuros, alfarería, inundaciones, cólicos misereres, sequías, chismorreos, hematurias, toros coleados, lentas mamposterías, fundaciones, carreras de cintas, oraciones para el gusano de las vacas, duelos y guayabas maduras. Los pequeños esclavos que la señorita -dulce de leche, incienso y azahar- obliga a pararse en el hormiguero del patio, bajo la sombra del mango, detrás de la cocina; y el otro, el negro grande, que se insolentó con el amito y es arrastrado, a la cola de un potro, espantando lagartijas y perdices, por los terronales del verano.
Gente cavilosa aquella, diagnosticará don Mariano Martí, cuando llega a la ciudad, por principios de 1778. Allí durará ocho meses, en el desarrollo de la ciclópea visita pastoral suya. Trece años por la diócesis de Caracas. La que entonces, valga la acotación al margen -a ojo de buen cubero--, comprendería un tercio del territorio actual de la República. En Guanare, Su Ilustrísima ve, refl~iona, prevé y actúa; se informa, juzga, escarmienta, moraliza, anota, avisa, advierte, amonesta, provee y dispone, con el tremendo peso de su meticulosa autoridad. Así, a expensas propias, inaugura el hospital, que sólo existía de nombre, pues en él no había una cama. Reorganiza el convento de San Francisco, que no contaba con ocho frailes ni alcanzaba a cubrirse con un buen techo de tejas. Soluciona el problema del abastecimiento de agua de la ciudad, abriendo una acequia desde el río próximo hasta la huerta franciscana. Esto de un lado. Que del otro, concilia voluntades de vecinos poco dispuestos al diálogo, a tiempo que arremete ferozmente contra adúlteros, concubinos, mujeres de mal vivir y otras especies pecaminosas.
No hubo cosa de la que no se ocupara este ilustre señor. Por él sabemos que, para la fecha, se contaba con tres maestros en Gu.anare. Venancio, un cuarentón muy pobre que se limitaba con escaso provecho -más por desinterés de los guanareños en la educación de sus hijos que por incapacidad del preceptor- a la enseñanza de las primeras letras; don Domingo López, joven clérigo de cualidades jamás bien medianas, según puede leerse entre líneas, que dejará pronto la pedagogía, para entrar de lleno a la carrera eclesiástica; y el mejor, a juicio de Martí: don Francisco de Velasco. Nacido en el "Reyno de Aragón" y persona de "genio deambulante" -única tacha que le encuentra su obispo-, Velasco había pasado por Carora y Carache, antes de parar en Guanare. Ello aparece registrado en el Libro Personal de Su Señoría. Allí, se dedica al "dicho Velasco" un sustancioso párrafo, donde se incluyen tanto informaciones acerca de su carácter y sobre sus condiciones de educador, como ciertas consideraciones en tomo a la necesidad de que prosiga en las tareas docentes, aunque se imponga el sacrificio de sus aspiraciones al sacerdocio, y hasta la conveniencia de que contraiga matrimonio, en la ciudad. Todo ello, en el propósito de que el pueblo no se quede sin un buen maestro de Gramática. Y lo más probable: que don Francisco de Velasco, ayuno del valor suficiente para poner -como se dice- "tierra de por medio", terminara por amoldarse a la imperiosa voluntad del obispo y renunciara a su antigua vocación trashumante. De ahí, tal vez, la noble tradición de maestros de escuela que distingue a Guanare. Cualidad que hallará su cabal expresión en el más preclaro de los guanareños: el doctor José Vicente de Unda.
Por aquí pasaron las primeras partidas de insurgentes voceando la recién nacida libertad. Entonces, un caracolear de señoritos, excesivamente almidonados, en caballos lustrosos de gordura, por las calles de piedras. El apelotonarse, para verlos, de las muchachas, tras la celosía; y el donaire de las mulatas, fustanes desgarrados y patas en el suelo. Pero también la fuga del zambo que dieron por ahogado en Pozo del Horno, y después emergió, quién sabe cómo, con un pañuelo colorado en la cabeza, al frente de una banda de lanceros, ajustándoles cuentas a los blancos, por los llanos del oeste. Pero nuestros soldados pusieron su parte de guanareños para ganar la Guerra Grande. En la madrugada de Ayacucho, en el montón de voces venezolanas, se oía el sonsonete un tanto sordo, cortado de aspiraciones, ligeramente ceceoso, que define el habla de Guanare. Esaban allí, quizás temblando de frío, que no de miedo. Con miedo no hubieran ido hasta allá, tan lejos del pueblo, a poner su partecita, para ganar la guerra.
Ganamos la guerra. Pero cuánto perdimos. Cómo contar los mozos nuestros que se quedaron con un lanzazo en el pecho, en lo que va de Guanare a Ayacucho. Cómo saber de los que se nos perdieron por la Nueva Granada, por Quito y por el Nuevo Reino del Perú. Cómo curar a los que regresaron sin una pierna o un brazo. O a los que volvieron, mutilados por dentro, el ceño como un tajo en la borrachera sombría. Ganamos la guerra. Pero, ¿quién recoge ahora las ganaderías salvajes? ¿Quién apuntalará estas casas de ruinosos aleros? ¿Quién consuela a las mujeres? ¿Quién nos quita el cansancio de trece años de victorias? Es la hora del tedio sobre la sangre seca. El bostezo, cuando algún ingenuo -que los hay todavía- habla de la gloria. El sonreír fatigado cuando otro ingenuo fantasea con sus planes ele fomentos agrícolas.
Pero, cuenta la tradición de Guanare, por mayo de 1825, la terquedad vascoazteca-guanareña del padre José Vicente de Unda, cura y vicario de la iglesia de Nuestra Señora de Coromoto, ganaba su más fiero combate, en la --de puro distante-- casi legendaria capital de Colombia. La tozudez del doctor Unda --decían los viejos- había perseguido al Libertador, como un amable remordimiento, por las costas y las sierras de la América meridional, entre deshechas caballerías, pólvoras húmedas, carestía de víveres, arcos de triunfo, saraos e intrigas palaciegas, recordándole -sin faltar al debido acatamiento-- la fidelidad de Guanare a la causa patriota y la esperanza que, en materia de educación, igual que en lo demás, ponían en Su Excelencia los jóvenes llaneros.
Y ahora, en Bogotá -finas lanzas de lluvia, con tientas de huracán y ragaduras de niebla-, Francisco de Paula Santander, vicepresidente encargado de la presidencia -"vengo a decretar y decreto"-, decide la erección del colegio de Guanare. El primero de la República en el Departamento de Venezuela. Para su manutención se aplicarían los recursos del convento que, en la segunda mitad del siglo xvm, fundaron los hermanos de San Francisco en .la mariana ciudad. Abrirá sus puertas en 1832, bajo el patronazgo de San Luis Gonzaga y la rectoría de Unda. Hasta hoy se conserva, antes con la denominación de Colegio Federal y hoy con el nombre de su esclarecido fundador. Un claro ejemplo de la constancia que pone el guanareño en sus empresas de bien. Porque -de acuerdo con las crónicas del viejo Guanare- las cartas de Unda fueron dando tumbos, de la ceca a la meca, por esteros y páramos, entre riadas y yermos; y alcanzaron el potro de Bolívar, en el reflejo salobre del Pacífico, en la ventisca de los Andes del Perú, más allá de más nunca.
Después, años de tranquilidad aparente. Porque aquí, en el pueblo, las cosas no se enderezan. Pasa el tiempo -interminables mediodías, alucinantes crepúsculos, primas noches de grillos y de ranas- entre contabilidades de mostrador y de esquinas, con silletas recostadas en la pared: fanegas, almudes, cuartillas, pesos y reales, sin que nadie quede satisfecho a la hora de acostarse. Algunos empiezan a preguntarse qué sacaron en limpio de la Independencia. Una quemante frustración devora las entrañas de la gente, corroe la apacibilidad de los patios, perturba la quietud de los corredores de ladrillos, deteriora la penumbra de los aposentos, se enciende bajo los techos de palma y llamea en los caneyes de los peones. Cuando venga la Guerra de los Cinco Años, encontrará centenas y centenas de hombres, a caballo y a pie, dispuestos para jugárselo todo en la puesta de la justicia federal.
Guerras y paces amordazadas. Violencias de los alzados. Violencias de los gobernantes. Por más que suenen los tambores y las cornetas, se escucha, en el cuartel-prsión, el alarido de los torturados. Por el cementerio, el tiro con que rematan a los fusilados. Una descarga de máuseres en la casa de gobierno y el trote desesperado de quien escapa por la calle real. La gallarda aventura del general José Rafael Gabaldón, con la cual se restea -valga la expresión coloquial- la juventud de Guanare. La batalla en el pueblo. El sabor fugaz de la victoria. Arden las serranías de Biscucuy en la minuciosa persecución de los rebeldes. Pasan maniatados los cautivos hacia el castillo de Puerto Cabello.
Para los años treinta, Guanare agoniza. Apenas se oía el latido de su pulso en la soledad de la sabana. Las buenas gentes, gastadas por el paludismo, mano sobre mano, se miraban las caras macilentas, con las fuerzas prendidas en un soplo de brisa como fiebre. Por los terronales de abajo, como se llama en guanareño la sabana austral, bajo el cielo en llamas, deambulaban unas cuatro vacas, muertas de sed. Ello permitía clasificar a Portuguesa como estado ganadero. Y, aclaraban los textos escolares, productor de queso y de cueros de res. Algunos añadían las plumas de garza, como un levísimo recuerdo de la belle epoque. Allá, a las doce del día, el canto de una tórtola, por lados de los cerros, sonaba como una campanada de melancolía. Desde su breve pedestal, un Bolívar de mármol veía pacer los burros en la plaza. Y hasta en el botiquín de la esquina, las conversaciones morían de inanición.
Todo parecía extinguirse, gota a gota, como se va la vida de un enfermo deshauciado al compás del tinajero. Y de pronto, en febrero, el revivir de las fiestas coromotanas. Llegaban romerías de Caracas, de Valencia, de Barquisimeto, de Maracaibo, del país entero. Cristianos de fe capaz de mover montañas, que venían por entre el polvo gris del verano. Hombres y mujeres de todas las edades y de las más variadas condiciones, que llegaban sucios de camino, sudorosos hasta la deshidratación, con una palabra de alegría a flor de labios. Como alguien --hijo fiel- que retorna a la casa materna. Y, durante media semana, Guanare crecía en millares de habitantes, en fervor mariano, en el más puro sentimiento de solidaridad humana. Porque cada hogar de Guanare se abría a los peregrinos, con un sentido de hospitalidad casi beduina. Después, se marchaban los visitantes y caía sobre el pueblo aquel silencio viscoso que parecía ahogar hasta el verde del árbol.
Pero un día apareció el milagro de la Malariología, como llamó el bravo pueblo al pequeño y formidable ejército que, organizado y dirigido por el doctor Amoldo Gabaldón, ganaría la guerra más importante de Venezuela, después de la Independencia, bajo la consigna de "por un pueblo sano en un ambiente salubre". Los cruzados contra el paludismo, que en Guanare encabezó un hombre humilde y recio, don Rafael Blanco Gásperi, uno de aquellos venezolanos que asumieron el reto de la malaria como una ofensa personal y decidieron cobrársela hasta verle el hueso al enemigo -para expresarlo con criolla ferocidad-. Así veo hoy a los de la Malariología, porque los vi, como héroes de una entrañable reconquista, cuando se jugaban la vida, la hacienda, la honra y -se diría- hasta el alma inmortal, en la empresa de disputarle al señorío de las sombras el pedacito de tierra caliente y dulce que Dios nos prometió a los guanareños.
Desde entonces, Guanare, por la voluntad de supervivencia -la virtud más sobresaliente de mi pueblo, junto con su vocación de cultura y su hidalguía sin fatuidad ni esfuerzo-, acentúa su proceso de afirmación vital. De tres mil habitantes que la buena voluntad del Hermano Nectario María -ilustre guanareño nacido en Francia e insigne promotor del culto nacional a la Virgen de Coromotonos artibuía, por el año treinta y cinco, hemos pasado a una población que sobrepasa, con bastante holgura, el número de los ciento treinta mil vecinos. Pocas ciudades han visto tan rápido desarrollo en tan poco tiempo. Pero eso no es lo más importante. Gracias a su privilegiada sitµación geográfica --debid,1 a !a provisión de los fundadores: levantar una ciudad para llenar el vacío entre El Tocuyo y la Nueva Granada-, en un fértil cruce de caminos, Guanate ofrece oportunidades para un desenvolvimiento excepcional en los diversos órdenes de la actividad humana. Estudios de la Universidad de los Llanos Occidentales así lo demuestran. Como también exigen el planeamiento y la realización de programas, en los cuales se armonicen los imperativos de un desarrollo sostenido con el manejo adecuado de la naturaleza, la preservación del ambiente y el mejoramiento de la calidad de la vida.
Para ello se requiere la formación y el perfeccionamiento de recursos humanos, capaces de enfrentar el reto que el destino le plantea a la ciudad, en los siglos que vienen. Y eso resulta asequible en la medida en que sigamos el ejemplo de nuestros mayores, centurias atrás, y de hombres que, hoy como en el ayer inmediato, han hecho de Guanare, dentro y fuera de los términos municipales, una morada para el talento y la probidad. Existe, pues, una alentadora tradición de cuÍtura y de laboriosidad, para edificar sobre ella un futuro esperanzador. Existen, asimismo, problemas, seculares algunos de ellos, como la escasez de agua, aberrante en una ciudad situada entre ríos. Problemas grandes, medianos, pequeños. Problemas . . . Sea propicio el cumpleaños de nuestra procera ciudad para enfocarlos sin pasión, con ánimo librado de prejuicios, en clima de fraterna convivencia. Para tratar de solucionarlos, cada quien en su medida de responsabilidad guanareña. Que es muy buena medida de venezolano y de hombre.
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